domingo, 19 de julio de 2020

Diario de una ciclista (aficionada)

7:24 AM suena un despertador interrumpiendo el silencio de una plácida mañana de domingo. Entre sueños todavía, consigo identificar que esa alarma es la de mi móvil, que se encuentra en la mesita de noche de mi izquierda. Con gestos torpes propios de una persona medio dormida consigo apagar el estridente sonido que por poco no termina despertando a todo el vecindario. Para mi sorpresa, hoy es una de esas mañanas que me he levantado con energía suficiente para llevar a cabo mi plan: ir en bicicleta hasta la playa El Saler, a 14 kilómetros de distancia desde mi casa, y contemplar la grandiosidad del mar de buena mañana. 

Me preparo un desayuno energético en mis intentos de llevar un día propio de una buena deportista. Plátano laminado sobre una cama de yogur de coco, espolvoreado con copos de avena. Me dirijo a la terraza donde lo disfruto al tiempo que leo unas páginas de El extranjero, de Albert Camus. Dado que me encuentro justo por la mitad de la trama en esos momentos, me cuesta despegarme del libro a pesar de terminar el desayuno. Lo consigo. Me visto equipada con ropa deportiva, pero no de ciclista (recordemos que tan sólo soy una aficionada...). Botella de agua y manzana a la mochila. Mascarilla puesta (pues son así los tiempos que corren), portazo y me directa al garaje a por mi bicicleta.

Mi bicicleta, Orbi a partir de ahora, es blanca, de montaña y en muy buen estado. Sin embargo tiene un problema, la tengo desde cuando tenía 14 años y... sí, me viene un tanto pequeña. Me da pena cambiar a Orbi por otra que no sea Orbi, sobre todo porque no la he utilizado todo lo que una bicicleta se merece ser utilizada. He subido el sillín al máximo, pero el manillar se queda ahí, abajo, y yo voy encorvada por los carriles de Valencia. Así soy yo, una ciclista cada vez más aficionada. Espero solucionarlo de alguna forma, pero eso ya será otra historia. 

Salgo sobre Orbi del garaje y emprendo mi ruta. Entre pitos y flautas he salido más tarde de las 8:30 AM, y la ciudad ya está terminando de desperezarse. Al llegar al inicio del recorrido diseñado expresamente para llegar en bicicleta a la playa (primero a Pinedo, después a El Saler), comienzo a cruzarme con ciclistas, un poco menos aficionados que yo, puesto que llevan su mono de ciclista, su casco de ciclista y sus gafas de sol, también de ciclista. Tienen cara (o lo que puedo ver de cara) de ser personas simpáticas y activas. Algo así aspiro a ser yo algún día. 

Pronto dejamos atrás edificios y coches integrándonos, Orbi y yo, entre vegetación y malezas. Es un paseo bonito, con algún que otro puente matador en el que tengo que reducir las marchas al mínimo, pero, entre resoplidos, consigo llegar a lo más alto y no hay mejor recompensa que sentir la brisa de viento golpeándome la cara durante la bajada. Justo antes de llegar a Pinedo cruzo un puente que tiene como vistas el mas Mediterráneo. Respiro hondo y contemplo el horizonte. Y es entonces cuando me doy cuenta de que madrugar merece la pena, y pedalear aún más, pues desde el coche no lo apreciaría tanto... 

Pasamos Pinedo y, entre más árboles y arbustos, llegamos a El Saler. Conforme avanza la mañana, van apareciendo más y más sombrillas en la orilla del mar, como pequeñas setas de colores que crecen por segundos en medio del desierto. 

Bajo de Orbi y esta me lo agradece, casi tanto como mi trasero me lo agradece a mí. Paseo unos metros mirando al mar, mirando a las personas que siguen llegando para colocar sus sombrillas. Familias, grupos de amigos, parejas... Sigo observando todo lo que me rodea mientras saco la manzana de mi mochila y comienzo a dar mordisco tras mordisco. Parece que la vida continúa, un verano más del que la arena y las olas son testigos. Testigos de numerosos círculos de personas, algunos de ellos entrelazados, mientras que otros todavía están por entrelazar, o quizá no se entrelacen nunca. 

Un tiempo después emprendo mi camino de vuelta a casa. El recorrido es exactamente el mismo, y esto ayuda a que sea más corto, pues mi mente relaciona cada elemento visto con anterioridad con la posición que ocupa en el mapa. No obstante, encuentro en repetidas ocasiones un cartel amarillo indicando dónde encontrar el ferry para llegar a Argelia. ¡Qué casualidad! El extranjero, el libro que estaba leyendo mientras desayunaba, se desarrolla en ese país. Mis ojos no dan crédito, y mi alma quiere seguir esa flecha que dice cómo llegar a las calles por donde pasea mi protagonista, Meursault, que tantas emociones me está haciendo vivir. 

Pedaleando un poco más vuelvo a vislumbrar los edificios y casi sin darme cuenta, me encuentro en la calle de mi garaje. Guardo a Orbi y le doy unas palmaditas: ¡Hasta la próxima aventura!

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