jueves, 13 de agosto de 2020

Ayer

Ayer me pasó una cosa muy extraña. Muy extraña para mí, por mi forma de ser. No es que sea una piedra que carezca de sentimientos, pero sí es cierto que carezco de cierta capacidad para que las cosas que me rodean me afecten emocionalmente. Y, si puedo poner tierra de por medio, siempre lo prefiero a tener que mantener una relación de cualquier tipo. Me canso con facilidad de las personas y de la vida en general. Siempre intento buscarle el jugo a todo y, al final, simplemente me quedo con la piel de la naranja. 
Volviendo a lo que me pasó ayer. Estaba sola en casa por la tarde, cogí mi móvil y mi hermano había mandado unas cuantas fotografías por el grupo de WhatsApp de la familia. Al ver sus fotos de sus vacaciones con su novia, me paré a pensar en su felicidad y, acto seguido, en la felicidad de mi hermana, que vive y viaja con su novio, y en la de mi hermano más mayor, que vive en Nueva Zelanda con su mujer y sus dos hijos, mis sobrinos. Han encontrado la felicidad junto a otra persona. Y se quieren. Para mí esto es algo complicado de comprender. Nunca he sentido esa complicidad con nadie. Nunca he querido a nadie que no sea mi familia o amigas de muchas horas de amistad (a veces forzadas por los caminos que compartimos en la vida). Quizá fue por mi falta de comprensión que me emocionaron tanto estos pensamientos. Sentí felicidad por su felicidad. Y no había pizca de envidia. Recalco esto último porque, al rato de emocionarme, yo misma me pregunté si realmente no había sido la envidia la causa de mis lágrimas. Pero no. Puedo afirmarme a mí misma que no fue así. En mi cara se dibujaba una sonrisa y por mis mejillas resbalaban las lágrimas cargadas de felicidad por mi familia. Por mis hermanos, por mis padres, por los hermanos de mis padres y sus respectivas familias. Por su felicidad. 
 
A mí me gusta estar sola. Me gustaría estar sola en otra ciudad. No es una sensación de huir de mi ciudad. No tengo sentimientos de rencor, culpa o fracaso en esta vida que llevo ahora. Todo lo contrario. Estoy muy contenta con todos mis logros. Buenas notas, piano, deportes, amigos, familia, excursiones a la montaña, jardines en los que leer. No creo que pueda decir que conozco cada rincón de esta ciudad ni que ya me haya dado todo lo que podía esperar de ella. Estoy segura de que aún me esconde muchos secretos por descubrir. Sin embargo, me apetece explorar una nueva ciudad y hacerla mía de nuevo. Perderme de nuevo. Pero, yo no quiero irme para empezar de nuevo, de cero. No. Tampoco para reencontrarme a mí misma. Ya me he reencontrado varias veces y estoy en ese momento de disfrutarme tal y como soy, por fin.
Si quiero irme es para continuar con otra etapa de mi vida. Para avanzar. Para seguir adelante. 

domingo, 9 de agosto de 2020

La niña que se hizo mayor y voló

Érase una vez, en un lejano país, una niña que deseaba volar.
- Yo de mayor volaré tan alto, que desde aquí abajo nadie podrá verme- decía siempre a los adultos.
Sin embargo, la niña no sabía muy bien que responder cuando le preguntaban acerca de su motivo para querer volar tan alto. 
- Es mi deseo- contestaba cortante. 
Un día, aquella niña se hizo mayor. Pensando había llegado por fin el momento en que se libraría de todas las cadenas que le unían a la Tierra, emprendió su vuelo. Subió a la torre más alta de la ciudad. Abrió los brazos en cruz y, sin mirar hacia abajo, cerró los ojos y... voló. 
Navegó entre nubes blancas de algodón, esquivó rascacielos y aves, planeó junto a los aviones. Siguió elevándose y elevándose, hasta que, desde aquí abajo ya nadie fuimos capaces de atisbar su presencia en el cielo. Y desde entonces, lo único que sabemos de aquella niña que voló es que es feliz. Y lo sabemos a ciencia cierta porque es ella quien nos lo cuenta en cada postal de cada nuevo lugar al que va visitar. Una postal en la que aparece la ciudad vista desde la nube más alta del cielo y, en la parte posterior, siempre la misma frase: "Soy feliz volando, viajando, libre." 

viernes, 7 de agosto de 2020

Vexo Vigo vexo Cangas

El título de este post es una canción popular gallega que mi padre comenzó a cantar mientras esperábamos el barco que nos llevaría de Vigo a Cangas, cruzando la ría. Era un día nublado pero, en cuanto las nubes dejaban desnudo al sol, las gotas de sudor no tardaban en aparecer sobre nuestras brillantes frentes. 
El trayecto en barco resultó maravilloso en cuanto a las vistas; sin embargo, el viento fuerte que soplaba desde el Atlántico lo acababa convirtiendo en desagradable, y en nuestro interior crecían las ganas por llegar a puerto. 
Cangas es pequeño, costero, pesquero, agradable. Paseamos sin rumbo entre las calles de piedra, perdiéndonos entre las casa-patín, y encontrándonos de repente con algún cruceiro. Nuestros pasos nos acabaron arrastrando al final de la mañana hacia un pequeño bar, conducidos por nuestras bocas secas que suplicaban unos tragos de Estrella Galicia. El tiempo volvió a hacer de las suyas y, en cuanto nos dimos cuenta estábamos de nuevo esperando el barco de vuelta. Aprovechamos esos minutos de espera para inmortalizar el momento en familia con unas fotos en el bonito puerto de Cangas. Eran las dos del mediodía, y bajo un sol menos complaciente a las nubes, nos alejamos en dirección Vigo.